Leo en el periódico que una niña con discapacidad intelectual límite, es expulsada de un campamento de inglés en Salamanca. Parece ser, que las familias de las dos niñas con las que compartía habitación, se quejaron porque sus hijas ya estaban todo el año aguantando a personas con discapacidad y que, cuando llegaba el verano, querían que disfrutaran sin ese tipo de niños.
Cuando los medios de comunicación se hacen eco de alguna situación de discriminación por cuestiones de discapacidad siempre me surgen las mismas preguntas:
¿Cómo se siente la persona rechazada y su familia?
Responder a esta pregunta es imposible. Intento ponerme en su lugar pero, tengo claro que solo puedo hacer una aproximación a esa realidad, imaginando lo que ocurriría si eso le hubiese pasado a mi hijo o incluso a mí misma.
¿Qué ha producido esta situación?
Intento pensar que detrás de una situación de este tipo, hay miedo, desconocimiento y quizá también, la necesidad de sentir que se forma parte del grupo de los mejores. Lo cierto es que tampoco encuentro una respuesta que me satisfaga.
Después de reflexionar, creo que quizá sí que pueda aportar algo, mi experiencia personal, lo que vivo en mi día a día como profesional en esta entidad. Creo que convivir con personas con discapacidad es una oportunidad de crecer y una experiencia que considero necesaria, en la formación personal de tod@s. Esta realidad, afortunadamente, la viven cada vez más niños en sus centros educativos y más adultos en sus centros laborales y en otros espacios de ocio. Siempre he creído que la integración/inclusión beneficia tanto a las personas que tienen discapacidad como a las que no la tienen, posiblemente, a estas últimas, más.
Rechazo mensajes del tipo: “son seres especiales” o “despiertan, en todo el que les rodea, actitudes de compasión y cariño”. Lo cierto es que, en mi opinión, no son ni más ni menos especiales que los demás. La maravillosa aportación que nos hacen es la de ponernos en la necesidad de explorar otras formas de comunicarnos, de organizar y de hacer las cosas, nos marcan otro ritmo. Después de esto, una, necesariamente, acaba cuestionando el sistema de valores que impone nuestra sociedad.
Convivir día a día con personas con discapacidad, nos obliga a mejorar a nosotros, a explorar cuál es la mejor forma de ofrecerles el apoyo para que puedan expresarse, actuar y vivir con plenitud. Este hecho, sin duda, nos enriquece a nosotros, al colectivo que no tiene una discapacidad reconocida. A las personas con cualquier tipo de discapacidad les permite, si conseguimos ofrecer los apoyos necesarios, participar como un ciudadano más, ejerciendo su legítimo derecho, en los recursos relacionados con salud, educación, trabajo, ocio…
Siempre se habla de las necesidades especiales de las personas con discapacidad pero siento, quizá egoístamente, que también hay que poner en valor el beneficio que obtenemos los demás. Quizá, si se pone en valor esto, hagamos más esfuerzo es hacerles un hueco. Quizá así permitamos que nuestros hijos compartan juegos, aulas y habitaciones. Quizá así, nos atrevamos a salir de nuestra zona de confort y nos animemos a crecer personalmente a su lado.
Pilar Villarroya Ardisa